Después de 1789 el pueblo se situó como centro de la escena política, haciendo notar un mundo fundado en la libertad y la igualdad (igualdad política -manifestada mediante el sufragio universal- que surge del principio de igualdad civil que se le antepone), en el que no existe ningún poder de un hombre por encima de otro, y en el cual la soberanía reside en el pueblo y no en el Rey. Este y otros eventos sentaron las bases del concepto contemporáneo de democracia sostenido sobre dos ejes fundamentales: la participación ciudadana y la representación política.
El último año, en medio de la peor crisis económica del gobierno y tras la derrota legislativa el 6 de diciembre de 2015, se pusieron en jaque los resabios de principios democráticos en Venezuela, sustituyendo la Constitución Nacional por un decreto de estado de excepción y emergencia económica, suspendiendo elecciones de gobernadores, encarcelando a la oposición o anulando la libertad de prensa y opinión libre. Estos dos últimos, moneda corriente en el país latinoamericano.
Sin embargo, desde los últimos días la democracia venezolana no tambalea, sino que agoniza. Frente a la presión internacional y el sobrevuelo de un posible referéndum revocatorio para el Presidente, Maduro endureció aún más su postura anulando los poderes de la Asamblea Nacional (dominada por la oposición) y sus diputados, a través del Tribunal Supremo de Justicia bajo su control, violando así uno de los principales postulados de la democracia republicana formulado por Montesquieu en el siglo XVII: la división de poderes, capaz de limitar el uso arbitrario del poder y salvaguardar la libertad de los ciudadanos, organizando los distintos poderes y equilibrándolos mutuamente.
Ésta decisión se sostuvo hasta que, en menos de una semana, fuera emitido un nuevo comunicado del Tribunal Supremo de Justicia renunciando a asumir las funciones del Parlamento venezolano, después de que el Consejo de Seguridad (instancia de consulta del Poder Ejecutivo) solicitara a la Corte revisar la sentencia que disolvió la Asamblea Nacional, decisión apoyada horas antes por el mismo Maduro.
La comunidad internacional no se mantuvo ajena y el rechazo regional se manifestó llegando incluso Perú, Colombia y Chile a retirar sus embajadores. Inmediatamente, los cancilleres de los países del MERCOSUR se reunieron acudiendo al Protocolo de Ushuaia sobre Compromiso Democrático en el Mercosur (comúnmente conocido como “cláusula democrática”)[1] -al que adhirió Venezuela en 2005 entrando en vigor en 2007-; y a la Carta Democrática de la Organización de Estados Americanos, y exhortaron en su declaración a “respetar el cronograma electoral, restablecer la separación de poderes, garantizar el pleno goce de los derechos humanos y las garantías individuales y liberar a los presos políticos”. Por su parte, la Unión Europea solicitó un “calendario electoral claro”, mientras que otros países del hemisferio condenaron la inicial decisión del Tribunal Supremo. Aliados clásicos de Caracas optaron por silenciarse (como el caso de Cuba) o hasta manifestaron su desacuerdo como Ecuador.
Ante la creciente censura regional, la grieta interna del chavismo se acrecentó, siendo la misma Fiscal General la encargada de denunciar la ruptura del orden constitucional venezolano.
Cierto es que el gobierno venezolano perdió en 2015 el apoyo de la mayoría (aunque mantiene aproximadamente un 20% de apoyo popular que se explicaría por la inmensa dependencia de un sector del pueblo al gobierno), se encuentra deslegitimado en sus funciones producto de una crisis socio económica sin precedente, y ha eliminado toda credibilidad internacional apostando a sobrevivir en tal aislacionismo (olvidando que en la región la toma del poder y las prácticas fuera de los marcos constitucionales y democráticos han dejado de ser un patrón aceptable tras la reinstauración democrática en los ‘80), solo manteniendo casi intacto el apoyo de las Fuerzas Armadas.
Si entendemos la democracia en términos schumpeterianos, como método o procedimiento de selección de gobernantes, o más llanamente, libre voto o sufragio, Venezuela no se incluiría en la lista de países. De acuerdo con esa definición, la democracia parecería reducirse a un mero método político. Sin embrago (tal como supo argumentar Rousseau), [la democracia] constituye algo más: una forma de vida que concuerda y favorece el desarrollo de las potencialidades humanas. Por ello, no se reduce al ámbito político sino que requiere del desarrollo de una cultura democrática que se exprese y refleje en la experiencia cotidiana de los ciudadanos. Eso solo se alcanza en democracias consolidadas, es decir, en aquellas que, como afirma Morlino (1989: 91), han atravesado un “proceso de reforzamiento, afirmación, robustecimiento del sistema democrático, encaminado a aumentar su estabilidad, su capacidad de persistencia y a contrarrestar y prevenir posibles crisis”, entendiendo como lo hace Przeworski que, contemporáneamente, la democracia es la única jugada posible (“the only game in town”) (O’Donnell, 1996: 80).
Más allá de la teoría, el país caribeño ha sido conducido a tal situación donde las libertades han sido liquidadas, a tal punto que pareciera que ni el precio del barril del petróleo (a pesar de haberse casi duplicado en los últimos meses) puede subsanar.
REFERENCIAS
Morlino, Leonardo (1989) “Consolidación democrática: definición, modelos e hipótesis”, en Revista Uruguaya de Ciencia Política, Número 3, Montevideo, 87-124.
O’Donnell, Guillermo (1996) “Ilusiones sobre la consolidación”, en Revista Nueva Sociedad, Número 144, Julio-Agosto 1996, 70-89.
[1] El protocolo contempla que “la plena vigencia de las instituciones democráticas es condición esencial” en el Mercosur y que “toda ruptura del orden democrático dará lugar a la aplicación” de procedimientos previstos en el artículo 6 del protocolo (desde la suspensión del derecho a participar en los órganos del MERCOSUR hasta la suspensión de los derechos y obligaciones emergentes de esos procesos).