Por Ezequiel Santiago Rodríguez
Lunes 7:40 a.m., inicia una jornada de aproximadamente seis horas donde diversas personalidades desfilarán delante de un grupo de jóvenes impartiendo, en el mejor de los casos, conocimientos distintos, inconexos y podría decirse, en algunos casos, inútiles. También observamos que a la misma hora asistimos a otro fenómeno peculiar. El mismo adulto, instruido en una determinada disciplina, dará su mejor esfuerzo para transmitir saberes y competencias prescritos por alguna autoridad, además cumplirá ciertas formalidades tales como: firma de planillas, programas, partes, informes a los padres, tutores, directivos, etc. Dentro del espacio temporal delimitado anteriormente asistimos a un tercer fenómeno donde un adulto, con responsabilidades mayores, se encarga de observar las irregularidades, el no acatamiento de la norma, horarios, planillas y con suerte de algo relacionado con la humanidad. Esta pequeña descripción, que podríamos denominar prismática, corresponde a una caricaturización de una jornada “normal” donde diversos sujetos son sometidos a prácticas con el objetivo de educar y aprender. Las escenas reproducidas nos llevan a pensar lo escolar como agotado y excluyente de la vitalidad de los actores que componen la comunidad educativa. En este sentido la pandemia actuó como un amplificador de lógicas ya presentes en la “normalidad”. Es por esto que el objetivo del presente trabajo será indagar las causas del malestar y agotamiento de la propuesta educativa tal como se la observa en términos corrientes.

Conjunto de jaulas
Podríamos definir a la escuela contemporánea como un galpón fragmentado en jaulas. En esta conjunción de conceptos encontramos dos perspectivas, la “jaula de hierro” y la noción de de la escuela como “galpón”. En primer lugar, el concepto presuntamente weberiano (Fidanza, 2005) de “jaula de hierro” nos permite pensar ciertos aspectos de nuestra civilización occidental contemporánea tales como: la división alienante del trabajo, la pérdida del sentido religioso y las preguntas existenciales, la pérdida de sentido, en definitiva el encierro de lo más auténticamente humano. Este proceso tiene su correlato en la prevalencia de reglas (mesurables y controlables) sobre la vitalidad del proceso educativo. En el fondo podríamos decir que asistimos a una reformulación del ser docente como burócrata de la educación.
Podríamos definir este proceso como un cambio de rol: “La palabra rol viene de rótulos, denominación del cilindro que portaba el parlamento de cada actor en los orígenes de la dramaturgia. El desempeño de un rol remite siempre a un guión preexistente, a lo esperado. Un aspecto en el que vale detenerse ya que la inercia parece ser la condición natural del movimiento (“todo lo existente tiende a perseverar en su ser”, reza un axioma spinozista).” (Duschatzky, 2013).
En este contexto hemos pasado la relación humana para vernos inmersos en una actitud de mera validación de actividades donde lo central es el rol y no la búsqueda de razones para construir algo juntos. La palabra actividades se aleja de la posibilidad de generar aprendizaje, ya que la tríada envío-recepción-corrección de actividades ha superado el navegar juntos por la experiencia y la realidad. Por otro lado, abordaremos el concepto de galpón para referirnos a las escuelas contemporáneas, partiendo de la siguiente definición de Ignacio Lewkowicz:
"Precisamente, llamamos galpones a lo que queda de las instituciones cuando ya no instituyen ni son instituidas (...) En un galpón, ninguno de los cuerpos que transitan por ahí comparten con otros la definición de la situación (...) En un galpón estamos amontonados pero no juntos; en un galón la materia humana está localizada pero la subjetividad está deslocalizada." (Calvo y Nardo, 2018).
Las instituciones educativas han perdido esa capacidad de crear (instituir) y se han convertido en agregados de sujetos depositados en ella. Asistimos a una ruptura entre las teorías que movilizan a las instituciones y los procesos reales que atraviesan las diversas subjetividades. Hablamos de escuela galpón porque el sentido no es constitutivo de la institución. Ignacio Lewkowicz manifiesta que las relaciones escolares tienen numerosas similitudes con aquellas que se dan en un vagón de subte con la diferencia que la escuela así planteada no lleva a ningún lado. Esta imagen tiene una gran potencia ya que no solo nos encontramos en un lugar ajeno, además este no tiene sentido ni dirección. A partir de este fenómeno se produce cierta violencia, aburrimiento, que cualquiera que se encuentre en el sistema educativo puede verificar. Las “jaulas de hierro” se encuentran presentes en el “galpón” obturando cualquier encuentro humano, cualquier atisbo de algo que vaya por fuera de lo moribundamente establecido. Los alumnos, docentes y directivos se encuentran atrapados en compartimientos que se relacionan solo para cumplir lo esperable, para darle cuerpo a algo ya fenecido.
Este agotamiento del espacio escolar produce individualidades educativas que no identifican a la escuela como su lugar para estar, habitar. Nótese que refiero como individualidades educativas y no como comunidad educativa ya que lo comunitario, por lo menos por su diversidad, da espacio a la aparición de algo nuevo, en cambio las individualidades se enjaulan convenientemente.
Una de las causas de este rechazo a lo que acontece podemos encontrarla en el sostenimiento del orden explicador. Este orden prescribe que el orden de aprendizaje se enmarca en los tiempos, recortes, gradaciones de quien explica. De esta forma el protagonismo se encuentra casi exclusivamente en el maestro relegando al alumno a un rol pasivo sin valorar su inteligencia y capacidad de introducir una nueva forma de recrear el conocimiento. La alternativa a este método consiste en encontrar un punto en común donde se pueda dar un encuentro en lo real y no en el deber ser. Para esto, la valorización de la ignorancia resulta fundamental, ya no como una patología educativa sino como el estado original y el punto de partida (en ocasiones también de llegada) del proceso educativo. Además, la ignorancia nos incluye a todos ya que el saber y la verdad no puede poseerse como si fuera una cosa tal como lo afirma el Papa Benedicto XVI durante una homilía con sus ex alumnos: Nadie puede decir «tengo la verdad» —esta es la objeción que se plantea— y, efectivamente, nadie puede tener la verdad. Es la verdad la que nos posee, es algo vivo. Nosotros no la poseemos, sino que somos aferrados por ella. Sólo permanecemos en ella si nos dejamos guiar y mover por ella; sólo está en nosotros y para nosotros si somos, con ella y en ella, peregrinos de la verdad (Benedicto XVI, 2012).
En este sentido el encuentro con la verdad es una relación, en palabras de Bajtín "[la verdad] se revela, y sólo parcialmente, en un proceso de comunicación dialógica de muchas conciencias paritarias" (Bajtín, 1982). Esta forma de abordar lo real nos pone en una postura de creación y exploración más que de repetición de contenidos y saberes. La verdad, al ser un encuentro requiere de otros que colaboren con la irrupción y el reconocimiento de lo que acontece.
El imprevisto es la única esperanza.
Dentro de este panorama que podría lucir desalentador podemos decir que aquello que en los distintos relatos “salva” lo escolar es aquello que toca lo humano, aquello que no puede preverse y que irrumpe sin pedir permiso. Como decía Giussani (2008) solo algo que viene de fuera, que no está determinado por los acontecimientos anteriores y agrego, que se encuentran por fuera de lo “normal” es lo que nos permite retomar la capacidad instituyente de lo escolar, de volver a conquistar esa humanidad que permite que nazcan cosas nuevas.
Permitir los desbordes del aula.
Estas experiencias ilustran la importancia de permitir los desbordes, es decir que el sentido irrumpa y que vuelvan a llenar el aula. Según comentaba Silvia Duschatzky (2015) en su texto sobre la experiencia de educativa de ETICA: “Lo que la hace escuela es la exigencia mutua de trabajar diariamente con materias vivas que vibran no en las anécdotas o particularidades de sus habitantes sino en la vitalidad de una existencia inacabada y en un modo de interrogación que va esbozando un sentir común que hace a una comunidad sin atributos, una comunidad por venir que no realiza un absoluto comunitario.”. Vemos en las experiencias descriptas que la escuela se alimenta de la vitalidad que confiere la existencia inacabada, es decir el irrumpir en los recovecos de la práctica de algo nuevo que no habíamos explorado. En este sentido durante la elaboración del texto atravesé la tensión entre lo que puedo definir, cerrar y comunicar con lo que se abre en forma de inacabado. El desafío sigue siendo desbordar el aula a partir de lo que acontece y se reconoce en el encuentro con lo real. Para esto debemos fomentar esta apertura individual e institucional a lo que sucede viviendo la escuela, ya que si la escuela es un no lugar hay espacio para volverla un lugar humano.
Bibliografía
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Editado por Lucía Chico.