Por Lautaro García Alonso[1]
En medio de una profunda crisis social y política, agravada por la pandemia de COVID-19, dentro de algunas semanas Perú celebrará la segunda vuelta de las elecciones presidenciales. Hiperfragmentación del sistema de partidos, crisis de representatividad y un ballotage que parece inclinarse hacia la polarización. ¿Cómo se explica la situación política actual, reflejada en los resultados de la primera vuelta? ¿Qué pronósticos se esperan de cara a las elecciones del próximo 6 de junio?

Los candidatos presidenciales, Keiko Fujimori y Pedro Castillo, en el primer debate presidencial por la segunda vuelta electoral, celebrado el pasado 1 de mayo, en la región de Cajamarca. Foto: Télam
El domingo 6 de junio se llevará a cabo la segunda vuelta electoral en Perú. Allí se dirimirá quién ocupará el sillón presidencial del Palacio de Gobierno del Perú por los próximos cinco años. La elección se definirá entre dos figuras que se muestran antagónicas. De un lado, el candidato de Perú Libre, Pedro Castillo y, del otro, la candidata de Fuerza Popular, Keiko Fujimori. En la primera vuelta, celebrada el pasado 11 de abril, Castillo triunfó con un 18,92% de los votos, mientras que Fujimori obtuvo el segundo puesto, con un 13,41%. En el camino quedaron otros 16 candidatos presidenciales. ¿Cuál es el contexto social y político en el que ocurren estas elecciones? ¿Cómo se explican los resultados de la primera vuelta? ¿Qué escenarios posibles se esperan para el ballotage?
La estabilidad política en Perú, todavía una aspiración
Para entender los resultados de las elecciones de primera vuelta, es necesario contextualizar la crisis política que atraviesa Perú en este momento. De acuerdo al Ipsos Disruption Barometer (IDB), hoy Perú es el país con mayor riesgo sociopolítico entre los 30 en los que se mide este índice. El IDB es el resultado de la combinación de cuatro variables: i) evaluación de la situación general y económica del país; ii) percepción a futuro sobre la economía en la propia localidad, iii) percepción personal de la situación financiera actual y a futuro, y iv) percepción sobre la seguridad laboral para el entorno cercano. Este índice se divide en dos “banderas”: por encima de 0, se considera “bandera verde”, lo cual equivale a estabilidad económica, que presupone estabilidad sociopolítica; por debajo de ese valor –es decir, porcentajes negativos–, se considera “bandera roja”, lo cual equivale a inestabilidad económica y a mayor riesgo de alteración sociopolítica. De acuerdo a la última medición, realizada en abril de 2021, el IDB actual de Perú se encuentra en -50% (solo a modo de referencia, Argentina registra un valor de -25%).

Ipsos Disruption Barometer (IDB) en Perú, abril 2021. Fuente: Ipsos
Ahora bien, ¿en qué momento comenzó este proceso de deslegitimación política e inestabilidad social? Lo primero que hay que decir es que la inestabilidad política en Perú ha sido una constante a lo largo de su historia. Al igual que muchos otros países de Latinoamérica, el siglo XX peruano estuvo atravesado por numerosos golpes de Estado (al menos ocho, contando los golpes militares de 1914, 1919, 1930, 1948, 1962, 1968 y 1975, y el “autogolpe” de Alberto Fujimori en 1992). A su vez, el decenio de gobierno de Fujimori (1990-2000) terminó con su destitución por “incapacidad moral permanente”, luego de escándalos de corrupción y acusaciones de matanzas y esterilizaciones forzadas, entre otras violaciones a los derechos humanos. Ya en el siglo XXI, en 2005 tuvo lugar el “Andahuaylazo”, un frustrado levantamiento armado encabezado por Antauro Humala –hermano del expresidente Ollanta Humala– con el fin de exigir la renuncia del entonces presidente Alejandro Toledo.
Entre 2006 y 2016, hubo un periodo de relativa estabilidad sociopolítica. Sin embargo, con el estallido del caso Odebrecht a fines de 2016, varios funcionarios e incluso expresidentes peruanos fueron acusados de coimas, lavado de dinero y maniobras fraudulentas en licitaciones de obra pública. Así, la política peruana comenzó un progresivo proceso de desprestigio que llevó a que pasaran por el Ejecutivo cinco presidentes en menos de tres años.

El fallecido ex presidente de Perú, Alan García (izq.), junto a Marcelo Odebrecht (der.), ex CEO de la constructora homónima, en septiembre de 2006. Al momento de su muerte, García estaba acusado de haber aceptado sobornos provenientes de la compañía brasileña. Foto: La República
La primera sucesión constitucional ocurrió en marzo de 2018, cuando el entonces presidente Pedro Pablo Kuczynski, sospechado de estar vinculado al caso Odebrecht, se vio forzado a renunciar a raíz de las filtraciones de lo que se conoció como los Kenjivideos. En su lugar, asumió Martín Vizcarra, quien gobernó en medio de acusaciones de corrupción y fuertes tensiones políticas con el Congreso, de mayoría fujimorista. En septiembre de 2019, Vizcarra disolvió el Congreso y convocó a elecciones legislativas anticipadas. En aquel momento, decidió nombrar a su sucesora, Mercedes Aráoz, como presidenta en funciones. Sin embargo, ella renunció a su puesto y finalmente Vizcarra continuó a cargo del Ejecutivo.
Llegado este punto, vale aclarar que el diseño institucional de Perú no contribuye a su estabilidad política. Se trata de una forma de gobierno esencialmente presidencialista, pero que convive con aspectos propios del parlamentarismo, lo que ha llevado a algunos a denominarlo un “presidencialismo parlamentarizado”. Así, si bien el presidente es electo de manera directa por el voto popular, su gabinete de ministros debe ser aprobado por el Congreso a través de una moción de confianza. Ante una doble negativa del Congreso a la propuesta del gabinete, el presidente puede disolver el Congreso y convocar a elecciones. A su vez, el “proceso de vacancia”, previsto en el reglamento del Congreso, se asemeja mucho más a una “moción de censura” (sistema parlamentarista) que a un “juicio político” (sistema presidencialista): alcanza con una mayoría calificada de dos tercios para que en una misma sesión el Congreso proponga y apruebe la destitución del presidente. En estas condiciones, cuando el Ejecutivo carece de mayoría legislativa en el Congreso, garantizar la gobernabilidad se vuelve un desafío verdaderamente complejo.

El ex presidente Vizcarra, junto a su entonces vicepresidenta, Mercedes Aráoz.
Foto: LT10
En septiembre de 2020, a raíz del caso Swing, el Congreso sometió a Vizcarra a un primer proceso de vacancia para destituirlo de su cargo, pero no obtuvo los votos necesarios. Sin embargo, en noviembre de 2020, se llevó a cabo un segundo proceso de vacancia, fundamentado en presuntos actos de corrupción que involucraban al mandatario. En esta segundo oportunidad sí se alcanzó la mayoría legislativa necesaria para destituirlo por “incapacidad moral permanente”. En su lugar, asumió Manuel Merino.
El mandato de Merino fue breve. La destitución de Vizcarra fue vista por amplios sectores de la sociedad, incluidos referentes políticos y abogados constitucionalistas, como un “golpe de Estado encubierto”, lo cual motivó una serie de intensas protestas y movilizaciones en distintas ciudades del país –en las que murieron dos jóvenes y hubo decenas de heridos– que llevaron a la renuncia de Merino tan solo una semana después de haber asumido. Fue así que el 17 de noviembre de 2020 el Ejecutivo quedó en manos de Francisco Sagasti, un político de tono moderado que desde entonces permanece en el cargo.

Manifestantes protestando en Lima, en contra del proceso de vacancia contra Vizcarra y en rechazo de la asunción de Merino como presidente. Foto: Euronews
Sin embargo, lejos de calmarse la tensión social y política, en febrero de 2021 se desató el caso conocido como Vacunagate, que reveló la vacunación irregular de cientos de políticos peruanos. La lista, entre otras personas, incluía al expresidente Vizcarra y a la entonces titular del Ministerio de Salud, Pilar Mazetti, quien renunció poco después de que saliera a la luz el escándalo.
Luego de años de acusaciones cruzadas por corrupción, revelaciones de irregularidades en la gestión, y tensiones entre el Ejecutivo y el Congreso que continúan hasta hoy, la creciente inestabilidad social y política en Perú no parece estar cerca de resolverse. A ello se suman las graves consecuencias sanitarias y económicas de la pandemia de COVID-19: ya han habido más de 1,7 millones de casos positivos y cerca de 58 mil fallecimientos y, durante el 2020, la pobreza ascendió al 30% de la población.
En medio de este contexto, Perú está definiendo en las próximas elecciones el futuro de su política nacional.

Fuente: BBC
Resultados de primera vuelta: el fracaso de un sistema político híperfragmentado
El 11 de abril, los peruanos asistieron a las urnas para votar al próximo presidente de la República y tuvieron que elegir nada menos que entre 18 candidatos diferentes. Así y todo, si sumamos la cantidad de votos en blanco y votos nulos, el resultado da un total de 3.313.086 de votos, es decir, un 18,7% del total de los votos emitidos. Este porcentaje es apenas inferior al que obtuvo Castillo en la primera vuelta electoral. Sin embargo, si observamos los votos afirmativamente emitidos que obtuvo el referente de Perú Libre, el porcentaje desciende a 15,38%. Por lo que, más allá de los resultados finales de la elección, lo cierto es que –en los hechos– el verdadero ganador de las elecciones ha sido el voto blanco o nulo.
¿Cómo es posible que, habiendo 18 candidatos, la mayoría del electorado no haya brindado su apoyo a ninguno de ellos? Sin dudas, los resultados demuestran que la aparente pluralidad democrática que hubo en los comicios, más que de una diversidad ideológica, habla de una profunda crisis de representación.
Si sumamos la cantidad de votos afirmativos obtenidos por Castillo (15,4%) y Fujimori (10,9%), ello da como resultado un total de 26,3%. Es decir, los dos candidatos más votados no alcanzaron ni siquiera un tercio del total de los votos afirmativamente emitidos.

Gráfico que contrasta el total de votos obtenidos entre Castillo y Fujimori respecto de los resultados en elecciones anteriores. Fuente: Ipsos
¿Qué sucedió con el resto de los candidatos? Según datos de la última encuesta publicada por Ipsos previo a la primera vuelta, había un “quíntuple empate técnico” entre los candidatos con mayor intención de voto. En primer lugar se encontraba Yonhy Lescano (12,1% de votos emitidos), de Acción Popular, seguido de Hernando de Soto (11,5%), de Avanza País; luego Verónika Mendoza (10,2%), de Juntos por el Perú; en cuarto lugar George Forsyth (9,8%), de Victoria Nacional; y, finalmente, Keiko Fujimori (9,3%). Mientras que Lescano aspiraba a un electorado de centro, con algunas inclinaciones de centroizquierda, Mendoza era la favorita del electorado más progresista. Los tres candidatos restantes se repartían parte del electorado de centroderecha y liberales conservadores.
Hasta mediados de marzo, los sondeos de opinión mostraban cierto margen a favor de Lescano, a quien muchos ya le aseguraban un lugar en segunda vuelta. Sin embargo, a partir los últimos días de marzo, su popularidad comenzó a decrecer y para los primeros días de abril ya se encontraba en niveles similares a los de sus demás competidores.

Simulacro de votación realizado por Ipsos Perú, por encargo de El Comercio.
Fuente: El Comercio
Fue así que el 11 de abril, lejos de lo que indicaban los sondeos, Lescano quedó en quinto lugar con un 9% de votos, por debajo de Rafael López Aliaga (Renovación Popular) y de De Soto, quienes obtuvieron un 11,75% y un 11,63% de votos, respectivamente. Mendoza terminó en un lejano sexto lugar, con 7,86% de votos. En cuanto al resto de los candidatos, César Acuña (Alianza para el Progreso) obtuvo un 6%, Forsyth y Daniel Urresti (Podemos Perú) empataron con 5,6% cada uno, y ninguno de los nueve candidatos restantes llegó a superar el 2% de los votos afirmativamente emitidos.

Resultados de las elecciones en primera vuelta en Perú a nivel nacional.
Fuente: ONPE
Un maestro rural del interior: la gran sorpresa de las elecciones
El caso de Pedro Castillo, sin dudas, fue la gran sorpresa de las elecciones. Se trata de un candidato que podría ser enmarcado dentro de la denominada “izquierda conservadora”: portador de un discurso de fuerte rechazo al modelo económico neoliberal, pero contrario a la ampliación de ciertos derechos civiles (entre ellos, matrimonio igualitario, perspectiva de género en la educación pública y legalización del aborto).
Según los últimos datos publicados previo a los comicios, a fines de marzo su intención de voto no superaba el 6,5%. Sin embargo, sondeos que no llegaron a publicarse antes de las elecciones dieron cuenta de un rápido crecimiento durante los primeros diez días de abril.
Hasta mediados de 2020, cuando anunció su candidatura, Castillo era apenas conocido fuera de su región natal de Cajamarca como un maestro rural y sindicalista que en 2017 había dirigido una huelga docente en varias regiones del país que se extendió por 75 días. A su vez, hasta poco antes de la primera vuelta electoral, en su cuenta de Twitter no tenía más de tres mil seguidores y no aparecía en ninguno de los sondeos de opinión pública como uno de los posibles candidatos para llegar a segunda vuelta.

Pedro Castillo (der.) junto a Vladimir Cerrón (izq.), ambos montados a caballo, durante uno de sus actos de campaña, acompañados de militantes de Perú Libre. Foto: La República
Frente a esta situación, una explicación posible podría surgir de lo que en teoría de la opinión pública se ha denominado como “espiral del silencio”. Esta teoría, postulada por la politóloga Noëlle-Neumann en 1974, sostiene que gran parte de las personas temen al aislamiento y, por ese motivo, tienden a adecuar sus opiniones públicas a aquellas que pueden ser expresadas sin riesgo de sufrir una condena social. Sin embargo, dado que la elección es secreta, quienes guardan silencio sobre sus verdaderas convicciones posiblemente se inclinen, en privado, a votar por el candidato que era de su mayor preferencia, aún cuando públicamente no lo hubieran apoyado.
Aplicando esta teoría al caso peruano, podríamos decir que dada la baja popularidad social de Castillo, muchos de sus electores no manifestaron su preferencia por él de manera pública, y se reservaron expresar su opinión política directamente a través de su voto dentro del cuarto oscuro.

Gráfico que muestra la intención de voto de los candidatos más votados, hasta el día de la elección en primera vuelta. Fuente: Ipsos
No obstante, al observar el crecimiento exponencial que tuvo el candidato de Perú Libre en la intención de voto de los últimos diez días, se podría matizar la hipótesis anterior sosteniendo que, o bien muchos electores esperaron hasta último momento para definir su voto a favor de Castillo, o bien muchos que habían guardado silencio decidieron expresar su voluntad públicamente en la recta final de la campaña. Aún así, incluso si esto último fuese cierto, de todos modos se observa cierto efecto de “espiral del silencio” en la diferencia que hubo entre la intención de voto del 10 de abril y los resultados del día siguiente.
También hay otros elementos que podrían analizarse para ponderar el triunfo de Castillo. Siguiendo a Paul Lazarsfeld, sociológico estadounidense de origen vienés, uno de los factores que inciden en la opinión pública del votante es su perfil sociodemográfico: nivel de vida socioeconómico (NSE), su lugar geográfico de residencia y su edad, entre otros (hoy también podríamos incluir al género dentro de las variables de análisis).

Perspectivas de intención de voto, desagregadas por NSE.
Fuente: Ipsos
Si observamos los sondeos de opinión de fines de abril, la intención de voto a favor de Castillo tiende a concentrarse en los estratos de NSE de menores ingresos y decrece a medida que aumenta el poder adquisitivo del votante. Asimismo, en el ámbito rural, el 68% de la población votaría a favor de Castillo, frente a un 44% en las zonas urbanas (y solo un 29% en Lima, la capital del país y metrópolis más habitada). En cuanto a la edad, el porcentaje más alto se da en la población de entre 26 a 42 años (46%), mientras que entre los votantes más jóvenes, se encuentra en un empate técnico con su rival, Keiko Fujimori (39% el primero frente a 38% la segunda). En cuanto al género, predominan los votantes varones (48%) frente a las mujeres (39%).

Perspectivas de intención de voto, desagregadas por NSE, ámbito y región, edad y género (Encuesta Nacional Urbana-Rural). Fuente: Ipsos
En consideración de lo anterior, en términos generales podría describirse al perfil mayoritario del votante de Castillo como un hombre de mediana edad, de clase media-baja o baja y que vive en el interior del país (principalmente en zonas rurales). Este perfil contrasta con el votante promedio de Fujimori que, según las mismas encuestas, tiende a ser más joven, predominantemente urbano (sobre todo, de Lima), y proveniente de clases medias-altas y altas (en el NSE más alto concentra el 81% de la intención de voto).
Camino al 6 de junio: Fujimori y Castillo, ¿no tan distintos?
El debate presidencial del pasado 1 de mayo en la provincia de Chota –de la cual es oriundo Castillo– mostró un escenario de aparente polarización, que abundó en “chicanas” de ambos lados. Sin embargo, si bien los dos candidatos buscaron distanciarse uno del otro –en el caso de Castillo, hizo hincapié en la necesidad de una nueva Constitución, distinta a la aprobada por el fujimorismo en 1993, todavía vigente–, lo cierto es que tanto sus propuestas como sus retóricas “populistas” los llevaron a coincidir más de lo que se podría haber esperado. En efecto, ambos se comprometieron a ampliar la cantidad de vacunas contra el COVID-19, aumentar las ayudas sociales y disponer medidas económicas que incentiven la producción nacional, además de mejoras en la gestión educativa. A su vez, ambos mostraron una postura firme en términos de restringir el ingreso de migrantes ilegales al país.
Si bien los sondeos de Ipsos a fines de abril mostraban una clara preferencia a favor de Castillo, las últimas mediciones indican una disminución en la distancia de intención de voto entre ambos candidatos. Y aunque Castillo continúe liderando todas las encuestas, ningún resultado está definido.
Aún no está claro cómo será el flujo de los votos de quienes votaron por otros candidatos en primera vuelta, pese a que –por afinidad ideológica– se esperaría que los votos de Lescano y Mendoza se redireccionen hacia Castillo (de hecho, esta semana la referente de Juntos por Perú anunció públicamente su respaldo al candidato de Perú Libre), mientras que los votos de De Soto, López Aliaga, Forsyth, Acuña y Urresti posiblemente se transferirían a Fujimori. Tampoco hay certezas de qué sucederá con el amplio porcentaje de votos en blanco o nulos. Quedan todavía tres largas semanas hasta las elecciones, durante las cuales el escenario puede variar de manera significativa.

De acuerdo a la última medición realizada por Ipsos, al día de hoy habría un empate estadístico entre Castillo y Fujimori. Fuente: El Comercio
Más allá de cuál de los dos candidatos se convierta en presidente de Perú el próximo 6 de junio, lo cierto es que el o la futuro/a mandatario/a deberá lidiar con un panorama social y político sumamente complejo, atravesado por una gran crisis de representación y un Congreso hiperfragmentado (que será todo un desafío para la obtención de mayorías). A su vez, con independencia de los votos que se obtengan en segunda vuelta, quien triunfe en las elecciones sabrá que asumirá la presidencia con un núcleo muy débil de votantes (lo cual quedó demostrado en los resultados de la primera elección).
En este contexto, será fundamental la búsqueda de amplios consensos con las demás fuerzas políticas y la capacidad de mostrarse flexibles ante la diversidad de demandas populares, a fin de comenzar a reconstruir la confianza de un electorado que está profundamente desencantado con sus representantes. De ello dependerá que la crisis política de Perú logre un punto de inflexión, o bien siga su curso actual, aumentando aún más la desestabilidad, la tensión social y el deterioro democrático de un país que vive cada vez más al límite.
[1] Estudiante de Derecho (tesis en curso) y maestrando en Periodismo (UdeSA-Clarín).